EXPIACIÓN Y PURIFICACIÓN SACERDOTAL

 Introducción al Capítulo: Comprender el Marco Conceptual del Autor

Para comprender de manera justa y profunda el contenido de este capítulo, es necesario detenerse, antes de entrar en los argumentos, en una advertencia fundamental: el autor que escribe estas páginas lo hace desde un marco conceptual radicalmente distinto al que ha moldeado tradicionalmente la comprensión de la expiación en gran parte de la teología cristiana occidental. Quien se acerque a este texto esperando encontrar una reiteración del paradigma penal-sustitutivo clásico, podría sentirse confundido, sorprendido o incluso escandalizado si no logra identificar desde qué perspectiva está siendo desarrollada la argumentación.

Este capítulo propone una relectura litúrgico-sacerdotal del misterio de la cruz, con fundamentos sólidos en el Antiguo Testamento —especialmente en Levítico 16—, en la carta a los Hebreos y en la lectura patrística de la Septuaginta (LXX), la Biblia griega utilizada por la Iglesia primitiva. Este marco no es simplemente un enfoque distinto: es un cambio completo de lógica teológica. Cambia la naturaleza del problema humano, la función de la sangre, el rol de Cristo y el objetivo de la redención. Lo que para la teología occidental ha sido un tribunal, en este capítulo es entendido como un templo. Lo que ha sido visto como castigo, aquí se propone como purificación y consagración.

1. ¿Qué es un marco conceptual?

En teología, un marco conceptual funciona como una arquitectura de sentido. Son los lentes con los que se interpretan los textos, los símbolos, y las doctrinas. Este capítulo parte de un marco donde el pecado no es concebido como deuda legal, sino como impureza que contamina el espacio relacional con Dios. En consecuencia, la redención no se trata de pagar una deuda con castigo, sino de purificar lo contaminado, consagrar lo común y restaurar el acceso a la presencia divina. Este marco conceptual transforma el sentido mismo de categorías como “sangre”, “sacrificio” y “justicia”.

2. ¿Cuál es este marco litúrgico-sacerdotal?

El autor retoma el patrón del Día de la Expiación en Levítico 16: allí, la sangre no se aplica sobre los culpables, sino sobre el santuario, el altar y el propiciatorio. La sangre es medio de limpieza, no de castigo. En la carta a los Hebreos, Jesús no es presentado como una víctima pasiva bajo la ira de Dios, sino como el Sumo Sacerdote que entra al verdadero Lugar Santísimo —el celestial— y ofrece su propia sangre (es decir, su vida glorificada) para purificar la conciencia del creyente y el espacio celestial de comunión.

La interpretación se enriquece mediante la lectura de la Septuaginta, donde en Isaías 53:10 el Siervo del Señor no es “quebrantado” por Dios, sino que “el Señor quiso purificarlo” (katharisai auton). Este verbo, clave en el lenguaje cultual griego, remite a la consagración sacerdotal y no a la ejecución judicial. Así, el Siervo no es presentado como un condenado, sino como el instrumento litúrgico preparado por Dios para restaurar su santuario y reconciliar a su pueblo.

3. ¿En qué se diferencia del marco penal tradicional?

El paradigma penal-retributivo —desarrollado por Anselmo de Canterbury y consolidado por los Reformadores— entiende que Dios, en su justicia, debe castigar el pecado. En este modelo:

  • Cristo asume el castigo en lugar del pecador.
  • La sangre representa el juicio que cae sobre el inocente.
  • La cruz es una transacción para satisfacer la ira divina.

Por el contrario, en el marco litúrgico del presente capítulo:

  • Cristo es el Sumo Sacerdote que purifica el santuario.
  • La sangre representa la vida ofrecida con obediencia.
  • La cruz es el umbral que conduce a la gloria, culminando en la resurrección.

4. ¿Por qué este cambio de enfoque?

El autor justifica este giro por tres razones fundamentales:

  1. Fidelidad al contexto bíblico original: El lenguaje de expiación en la Biblia surge en un contexto litúrgico, no legal. Volver a ese origen es una tarea de precisión exegética.
  2. Recuperación de la tradición patrística y oriental: Los primeros cristianos no concibieron la cruz como ejecución forense, sino como victoria sobre la impureza, restauración del templo y entronización del Mesías.
  3. Rescate del rostro misericordioso de Dios: En lugar de un Dios iracundo que necesita ser aplacado, el capítulo presenta a un Dios que permanece fiel, que se acerca, purifica y reconcilia, no porque cambie de actitud, sino porque revela su misericordia gloriosa en Cristo.

5. Advertencia al lector

Este capítulo no niega la cruz ni el pecado ni la necesidad de redención. Pero sí rechaza ciertas interpretaciones tradicionales que, aunque dominantes, no son las únicas posibles ni necesariamente las más fieles al texto bíblico. El lector que se acerque con mente abierta descubrirá aquí una teología profundamente bíblica, cristocéntrica y pastoral, que redefine la expiación como una acción de gracia transformadora, no como castigo retributivo.

Por eso, se sugiere leer este capítulo como quien entra en el Lugar Santo: con respeto, atención, y dispuestos a ver lo sagrado desde otra perspectiva. No desde un tribunal, sino desde el templo; no desde la culpa, sino desde la restauración; no desde la ira, sino desde la fidelidad misericordiosa de Dios.

 
EXPIACIÓN Y PURIFICACIÓN SACERDOTAL

La comprensión tradicional de la expiación en la teología cristiana ha sido moldeada por un paradigma judicial que presenta a Cristo como un sustituto que recibe el castigo de Dios en lugar de los pecadores, con el fin de satisfacer una supuesta justicia retributiva. No obstante, una lectura cuidadosa de las Escrituras, particularmente desde su trasfondo litúrgico y sacerdotal, permite redescubrir una perspectiva más coherente con la lógica interna del culto veterotestamentario: la expiación no como castigo, sino como purificación del espacio sagrado, restauración de la comunión y apertura permanente al acceso a Dios[1].

Un elemento clave para esta relectura es el término griego hilastērion, usado por Pablo en Romanos 3:25. Traducido comúnmente como “propiciación”, el término ha sido interpretado muchas veces dentro del esquema de la sustitución penal. Sin embargo, en la traducción griega del Antiguo Testamento, la Septuaginta, hilastērion no se refiere a una víctima, sino a un lugar: el kappóret, la cubierta del Arca del Pacto ubicada en el Lugar Santísimo del tabernáculo. Allí, según el testimonio divino, Dios declaraba: “Allí me encontraré contigo.”[2] Este lugar era el punto de máxima cercanía entre Dios y su pueblo, el espacio donde la fidelidad divina se manifestaba[3]. En el Día de la Expiación (Yom Kippur), la sangre de la ofrenda no era aplicada sobre las personas, sino sobre ese mueble santo, con el propósito de purificarlo de las impurezas que el pecado del pueblo había dejado en él[4]. La sangre, símbolo de vida, no era un medio para castigar, sino para limpiar. Esta lógica ritual, ajena a la noción de retribución penal, muestra que el propósito no era aplacar la ira de Dios, sino preservar la pureza del espacio donde Él se manifestaba[5].

Así, cuando Pablo afirma que Dios presentó públicamente a Jesús como hilastērion, está declarando que Cristo es ahora el nuevo lugar de encuentro, el espacio donde la misericordia de Dios es accesible mediante la fe[6]. La sangre de Jesús, lejos de representar castigo, es expresión de una vida obediente, glorificada y ofrecida en fidelidad[7]. Jesús no es una víctima pasiva, sino el nuevo kappóret viviente: el lugar donde Dios habita y desde donde ofrece comunión a todo aquel que cree.

Este entendimiento se profundiza en la carta a los Hebreos, donde se presenta a Cristo como el Sumo Sacerdote que no entra en un santuario terrenal, sino en el celestial. En ese espacio glorioso, Jesús ofrece su propia sangre (su vida indestructible como ofrenda), no la de animales, obteniendo una redención eterna[8]. La sangre aquí simboliza la vida resucitada y obediente de Cristo, la cual purifica no solo el espacio celestial, sino también las conciencias de los creyentes[9]. En este sentido, el trono de gracia[10] evoca al antiguo kappóret, pero ahora revelado en toda su plenitud y accesible sin interrupción[11].

La carta a los Hebreos no presenta a Jesús como víctima de la ira divina, sino como mediador de un nuevo pacto, cuyo acceso está siempre abierto. La expiación, por tanto, no tiene como propósito cambiar la disposición de Dios, sino garantizar que el espacio relacional permanezca abierto, santo y accesible.

Este mismo patrón está presente en Levítico 16, donde el Día de la Expiación es descrito como un proceso de purificación del santuario. El pecado, especialmente el no intencional, deja una marca de impureza que afecta el tabernáculo[12]. El objetivo del ritual no es castigar a alguien por el pecado, sino limpiar el espacio contaminado para que Dios pueda seguir habitando en medio de su pueblo. La sangre, aplicada al Propiciatorio, al Lugar Santo y los altares, cumple esta función de limpieza[13]. La expiación, en su raíz, es la restauración del orden sagrado, no la aplicación de un castigo a un sustituto[14].

Levítico no sugiere que el pecado necesita ser castigado en otro, sino que la impureza debe ser eliminada del entorno divino. El propósito de la expiación no es modificar a Dios, sino preservar la posibilidad de comunión. Es Dios mismo quien provee el medio de limpieza, asegurando que el encuentro entre Él y su pueblo no sea interrumpido. En este contexto, la sangre no representa violencia, sino fidelidad; no castigo, sino restauración[15].

Este patrón se cumple plenamente en Cristo. Él no entra en un tabernáculo hecho por manos humanas, sino en los cielos mismos, como Sumo Sacerdote eterno. No entra por medio de sangre animal, sino por la suya, o sea, su vida glorificada y obediente. En su ascensión, Él purifica el santuario celestial, no una vez al año, sino de forma definitiva y gloriosa[16]. El acceso al trono de gracia ya no está restringido ni mediado por ritos periódicos, sino que ha sido abierto para siempre[17].

Cristo es el hilastērion eterno: no el receptor de un castigo, sino el lugar viviente donde Dios se encuentra con su pueblo. Su obra no busca aplacar, sino purificar. En Él, el espacio sagrado es eternamente limpio, y la comunión con Dios se convierte en una realidad gloriosa, disponible para todos los que creen. La expiación, entonces, debe entenderse como la purificación definitiva del espacio relacional entre Dios y la humanidad, inaugurada por la fidelidad de Cristo, mantenida por su vida indestructible y asegurada por su ministerio sacerdotal en los cielos.

El Siervo Sufriente según Isaías 52–53 (LXX)

Isaías 52–53, en su versión griega de la Septuaginta (LXX), presenta al Siervo del Señor no sólo como una figura sufriente, sino como alguien que atraviesa un proceso de humillación ritual que culmina en una exaltación gloriosa. El lenguaje litúrgico del pasaje, especialmente en la LXX, sugiere que el sufrimiento del Siervo debe entenderse a la luz de los procesos sacerdotales y de purificación que se encuentran en Levítico[18]. Su humillación pública, su deformación y rechazo (Is. 53:2–3), no son evidencias de castigo divino, sino la expresión de una impureza asumida en favor de otros.

Esta deshonra no es definitiva. Como en los ritos de purificación levíticos, lo impuro no es destruido, sino transformado por medio de un acto divino. El Siervo, que fue “despreciado y desechado por los hombres”, es finalmente "exaltado y glorificado en gran manera" (Is. 52:13, LXX), en un proceso que recuerda la consagración de lo que antes ha sido profanado o común[19].

La clave interpretativa en la LXX no es la penalización, sino la purificación. El Siervo es "herido por nuestras iniquidades" (Is. 53:5), pero es Dios quien lo purifica (katharisai auton) en Isaías 53:10 LXX[20]. Esta purificación no responde a un acto retributivo, sino a una lógica sacerdotal de consagración: Dios lo limpia para apartarlo al servicio divino.

En la tradición levítica, sólo lo limpio puede estar en la presencia de Dios y actuar como mediador. El Siervo no es rechazado por Dios, sino que es llevado a un proceso litúrgico donde su vida es transformada en instrumento santo[21].

La elección del verbo griego katharizō en Isaías 53:10 en la LXX no es incidental. Este término se utiliza consistentemente en la Septuaginta para referirse a procesos de purificación ritual, como los que se llevan a cabo sobre el altar, los sacerdotes o los inmuebles del tabernáculo (Lev. 14:52; 16:19; Núm. 8:7)[22]. En el contexto de Levítico, no significa castigar, sino hacer apto para el culto.

Cuando la LXX afirma que “el Señor desea purificarlo” (kyrios bouletai katharisai auton), está describiendo un acto litúrgico: el Siervo es separado y preparado por Dios para ser instrumento de restauración[23]. No es la ira divina la que se descarga sobre él, sino la misericordia que lo transforma a través del sufrimiento.

Esta clave filológica y teológica desarticula cualquier lectura penal sustitutiva del pasaje y lo reubica en el campo de lo sacerdotal: Dios purifica, consagra y exalta al Siervo como parte de su plan de reconciliación y fidelidad hacia su pueblo.

La lógica litúrgica de Levítico establece que todo lo que es usado en el servicio a Dios debe ser purificado y consagrado. En Levítico 8, Moisés unge y rocía con sangre tanto a Aarón como al altar, para “santificarlos” (Lev. 8:30, LXX)[24].

De la misma manera, el Siervo es rociado, purificado y exaltado. Su cuerpo, que había sido quebrantado, es ahora el lugar donde Dios se encuentra con la humanidad, el nuevo hilastērion, el Propiciatorio viviente.

Purificación y perfección sacerdotal según Hebreos

La carta a los Hebreos presenta una teología profundamente litúrgica y sacerdotal que recoge y reinterpreta los elementos claves del culto levítico a la luz de la obra de Cristo. Uno de los conceptos centrales es la afirmación de que Jesús fue “perfeccionado” (teleiōtheís) como Sumo Sacerdote (Heb 5:9; 7:28)[25]. Esta perfección no implica una falta anterior de santidad o moralidad, sino una consagración progresiva mediante sufrimiento y obediencia, que lo capacita plenamente para su función sacerdotal celestial[26].

En Hebreos 2:10 se declara que convenía que Dios “hiciera perfecto por medio de los sufrimientos al autor de la salvación.” La perfección sacerdotal en este contexto tiene un matiz de habilitación litúrgica: así como los sacerdotes del Antiguo Testamento eran consagrados mediante rituales de sangre y aceite, Cristo fue perfeccionado a través de su sufrimiento fiel, no para satisfacer un castigo, sino para ser constituido como mediador eterno[27].

Además, Hebreos 9:14 enfatiza que Cristo se ofreció “a sí mismo sin mancha a Dios por medio del Espíritu eterno,” y que por su sangre nuestras conciencias son limpiadas de obras muertas. Aquí, la sangre no se menciona como instrumento punitivo, sino purificador[28]. Es un medio de transformación, no de condenación. Cristo no solo entra al Lugar Santísimo celestial, sino que lo purifica como nuevo Sumo Sacerdote, ofreciendo una mediación continua desde una posición de gloria[29].

De este modo, Hebreos ofrece una visión de la expiación centrada en la purificación sacerdotal, donde la “perfección” no apunta al castigo, sino a la consagración. Cristo, como Sumo Sacerdote glorificado, inaugura un acceso eterno al Dios vivo, fundado en su obediencia y en su vida ofrecida[30].

Esta comprensión de la perfección sacerdotal de Cristo encuentra una clave anticipatoria en Isaías 53:10 según la Septuaginta. Mientras que muchas traducciones modernas afirman que “el Señor quiso quebrantarlo,” la LXX dice: κύριος βούλεται καθαρίσαι αὐτόν — “el Señor quiso purificarlo.”[31] Esta elección verbal, katharízō, remite directamente a la liturgia levítica, donde sacerdotes, altares y utensilios eran purificados para el servicio sagrado[32].

Lo que en la tradición penal se ha leído como castigo, en la tradición litúrgica griega se entiende como consagración. El Siervo no es quebrado como pago, sino purificado como ofrenda viva. Su vida, entregada voluntariamente y llevada hasta el extremo del sufrimiento y de la muerte, es purificada, por medio de la resurrección, por Dios para convertirse en instrumento sacerdotal de reconciliación. Este acto de purificación, por tanto, lo constituye no como víctima pasiva, sino como sujeto activo de la mediación divina[33].

Así, el Siervo de Isaías y el Cristo de Hebreos convergen: ambos son purificados, no para morir en lugar de otros, sino para inaugurar un nuevo acceso a la presencia de Dios. Su vocación es sacerdotal, no penal; su ofrenda es de obediencia, no de castigo. Hebreos reconoce en Jesús la culminación de esta entrega sacerdotal: su purificación gloriosa, en la resurrección, lo establece como Sumo Sacerdote eterno, y su perfección mediante el sufrimiento lo consagra como mediador del nuevo pacto Koester, Hebrews, 388–394.

La Resurrección como juicio divino restaurador

La resurrección de Jesús no es simplemente un evento milagroso o una victoria sobre la muerte; es, en términos bíblicos, el juicio restaurador de Dios[34]. En ella, Dios responde al veredicto injusto del mundo, no con venganza, sino con vindicación y consagración. Cristo, despreciado, humillado y condenado por los hombres, es exaltado, glorificado y declarado justo por el Padre[35]. Su resurrección es la consagración definitiva del Siervo como el Sumo Sacerdote viviente y glorificado. Lo que en la tierra fue visto como derrota, en el cielo se establece como inauguración de un acceso eterno al Dios vivo[36].

En la cruz, la humanidad emitió un juicio: Jesús fue considerado blasfemo, impostor y merecedor de la muerte. Pero en la resurrección, Dios pronuncia su juicio: Él es el Hijo fiel, el Siervo obediente, el Sumo Sacerdote glorificado[37]. La resurrección desenmascara la ceguera humana y revela la fidelidad divina. En vez de confirmar el castigo humano, Dios lo revierte; en lugar de sellar la condena, abre el camino de restauración[38].

La cruz representa el juicio humano que declaró a Jesús como impuro, indigno, desechable. Fue un juicio teñido de religión falsa, miedo político y desprecio por la verdad. Pero la resurrección no fue una reacción, sino un veredicto superior: el juicio de Dios[39]. Y ese juicio no fue punitivo, sino restaurador. Dios no respondió con la misma moneda, sino que levantó al desechado, lo glorificó, y lo constituyó como el nuevo hilastērion, el nuevo lugar limpio de encuentro, acceso y comunión[40].

La cruz, según la lógica del mundo, fue la deshonra final. Jesús fue expuesto como un maldito, crucificado fuera de la ciudad, como un impuro excluido del campamento (Heb 13:12–13). Pero Dios no dejó que esa historia terminara ahí. En la resurrección, purifica su nombre—restableciéndolo como el Hijo amado; purifica su cuerpo—transformándolo en cuerpo glorioso; y purifica su historia—revelándola como historia de fidelidad, no de culpa[41]. Dios reescribe el relato con tinta de resurrección.

Lo escandaloso del Evangelio no es una teología de castigo divino, sino una teología de restauración divina[42]. El mundo desechó al justo y al misericodioso, pero Dios hizo del desechado la piedra angular. La lógica del poder fue desmontada por la lógica de la misericordia[43]. En lugar de destruir al mundo por crucificar a su Hijo, Dios ofreció reconciliación por medio de Él. Cristo resucitado no es una víctima vengativa, sino un mediador glorificado. Allí está el escándalo: el que fue considerado maldito, se convierte en bendición eterna; el despreciado, en acceso divino; el impuro, en lugar santísimo.

Todo este recorrido revela que la expiación, en su sentido más profundo, no es un acto de satisfacción punitiva, sino una apertura gloriosa[44]. En Cristo resucitado, Dios abre un camino nuevo y vivo hacia su presencia (Heb 10:19–22). La sangre de Jesús, entendida como su vida glorificada y obediente, no apacigua a un Dios airado, sino que purifica el acceso a un Dios misericordioso y fiel[45]. La expiación no cambia el carácter de Dios, sino que transforma el estado del espacio relacional: lo que estaba contaminado, ahora es limpio; lo que estaba cerrado, ahora está abierto; lo que era inaccesible, ahora es un trono de gracia.

La resurrección, entonces, es el juicio definitivo: no de condenación, sino de restauración[46]. En ella, la fidelidad de Dios es revelada, su justicia manifestada, y su misericordia entronizada. Cristo, el Resucitado, no solo vive, sino que intercede, no como recordatorio de culpa, sino como garantía de acceso eterno.

Reevaluación crítica del modelo penal tradicional

Durante siglos, el modelo penal ha dominado la comprensión occidental de la expiación. Este paradigma interpreta la cruz como el escenario donde se satisface la justicia divina a través del castigo sustitutivo de Cristo. Según esta visión, Dios debe descargar su ira sobre alguien, y el Hijo encarnado asume ese castigo en lugar de la humanidad[47]. Esta lectura, aunque ha sido influyente y articulada con vigor teológico, encuentra crecientes desafíos cuando es confrontada con una lectura atenta y litúrgicamente informada de las Escrituras[48].

La narrativa bíblica, especialmente desde la tradición levítica, los profetas, y los textos del Nuevo Testamento como Hebreos e Isaías 53 (LXX), ofrece un marco alternativo: no el del castigo y la ira, sino el de la purificación, la consagración y el acceso restaurado[49]. En lugar de ver la cruz como un tribunal de justicia retributiva, la Escritura invita a contemplarla como el umbral hacia un nuevo templo celestial, inaugurado por el Sumo Sacerdote glorificado[50].

Desde Anselmo de Canterbury en el siglo XI, con su Cur Deus Homo, y posteriormente con los Reformadores, la teología occidental ha articulado la expiación en clave judicial. Anselmo propuso que el honor divino ultrajado debía ser reparado por un acto de satisfacción que sólo Cristo, como Dios-hombre, podía ofrecer[51]. La Reforma, especialmente en la obra de Calvino, radicalizó esta perspectiva al presentar a Cristo como el blanco de la ira de Dios, el justo castigado en lugar de los injustos[52].

Este modelo, profundamente arraigado en categorías legales y forenses, ha moldeado no sólo doctrinas, sino prácticas litúrgicas y predicaciones enteras. Sin embargo, al absolutizar la lógica del castigo, este paradigma oscurece el carácter litúrgico, relacional y restaurador que las Escrituras otorgan a la expiación[53]. En lugar de enfatizar la fidelidad de Dios al abrir un camino de comunión, se centra en una transacción legal que necesita aplacar una supuesta incompatibilidad entre la justicia y la misericordia divinas[54].

El contraste entre el modelo penal y el modelo sacerdotal es profundo. Mientras el primero interpreta la cruz como lugar de condena, el segundo la reconoce como parte del proceso de consagración del Siervo, cuya vida obediente culmina en su glorificación y en la apertura del acceso al Lugar Santísimo[55].

La teología penal se funda en la idea de una deuda moral que debe ser pagada mediante sufrimiento. En cambio, la teología sacerdotal levítica, retomada por Hebreos, enseña que el verdadero problema es la impureza del espacio relacional con Dios, y que el propósito divino es purificar ese espacio para permitir la comunión[56]. Cristo no es víctima de una transacción retributiva, sino el Sumo Sacerdote que, con su propia sangre, limpia y consagra el nuevo templo viviente: su cuerpo glorificado[57].

En lugar de ser castigado por Dios, Cristo fue presentado públicamente como hilastērion (Rom. 3:25), el nuevo Propiciatorio. No se trata de un lugar de castigo, sino del lugar de encuentro[58]. Su sangre, lejos de ser símbolo de juicio retributivo, es la proclamación eterna de su obediencia perfecta, su fidelidad incorruptible y su vida glorificada por el Padre[59]. En Él, la presencia de Dios se ha hecho accesible de forma definitiva.

Este Propiciatorio glorioso no es una escena de ejecución, sino un trono de gracia (Heb. 4:16), donde la humanidad puede acercarse confiadamente al Dios misericordioso[60]. El hilastērion no es un altar de castigo, sino un espacio restaurado donde la misericordia y la verdad se besan, y donde la fidelidad de Dios a su pueblo es manifestada plenamente.

La justicia de Dios, lejos de demandar destrucción, se revela en Cristo como una fidelidad activa que restaura lo que ha sido contaminado, acoge a los excluidos y consagra a los quebrantados[61]. Jesús, purificado por Dios (Is. 53:10, LXX) y perfeccionado como Sumo Sacerdote (Heb. 5:9), encarna esa justicia que no busca venganza, sino reconciliación.

En su muerte, Cristo llevó las impurezas humanas; en su resurrección, fue glorificado como lugar de comunión. La justicia de Dios no lo destruyó, lo exaltó. No lo condenó, lo consagró. En Él, la expiación no se trata de un castigo asumido, sino de una puerta abierta. En Él, la cruz no fue un tribunal, sino un altar de consagración. Y en Él, el acceso a la presencia de Dios ya no es ritual ni anual, sino eterno, misericordioso y glorioso[62].

La Septuaginta como clave hermenéutica del Evangelio

La Iglesia apostólica no leyó las Escrituras hebreas como una colección neutral a la que se le sobrepuso una interpretación cristológica. Más bien, recibió la Septuaginta (LXX) como Escritura viva, y a través de ella reconoció que el Mesías ya estaba allí revelado, no como adición forzada, sino como presencia encubierta que aguardaba ser reconocida. El testimonio de Hechos 8 confirma este punto de partida. El eunuco etíope, leyendo Isaías 53 en la versión griega, no entendía de quién hablaba el texto; Felipe, comenzando desde esa Escritura, le anunció a Jesús, sin torcer el sentido, sino revelando lo que la LXX ya portaba como revelación mesiánica en sí misma[63].

Esta misma tradición textual también ofrece claves para comprender la crucifixión. El Salmo 22, citado por Jesús en la cruz, incluye en la Septuaginta la frase “han horadado mis manos y mis pies” (Salmo 21:17, LXX), una lectura muy distinta de la ofrecida por el Texto Masorético, que dice: “como un león [están] mis manos y mis pies.”[64] Esta variante no es trivial. El manuscrito 5/6HevPs hallado en Qumrán apoya la lectura de la LXX, lo que sugiere que esta línea textual es más antigua y teológicamente más precisa para la interpretación cristiana de la crucifixión[65].

Algo similar ocurre con Isaías 7:14. La LXX traduce la palabra hebrea ʿalmah como parthenos, es decir, “virgen”, en vez de “joven”, como traducen algunas versiones modernas basadas en el TM. Mateo, al narrar el nacimiento de Jesús, no introduce esta idea de manera forzada, sino que cita directamente la LXX: “He aquí, la virgen concebirá y dará a luz un hijo” (Mateo 1:23)[66]. En otras palabras, la teología de la encarnación ya se encontraba codificada en la Escritura griega que la Iglesia heredó y utilizó[67].

Lo mismo puede decirse del momento inaugural del ministerio público de Jesús. Cuando en la sinagoga de Nazaret lee Isaías 61, lo hace desde el texto griego: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido...” (Lucas 4:18). Esta formulación remarca la unción, la elección y el envío, en un lenguaje profundamente mesiánico que la LXX transmite con claridad[68]. La autoidentificación de Jesús como el Ungido no se apoya en una apropiación arbitraria del texto, sino en una lectura coherente con la teología implícita de la versión griega.

Estas evidencias convergen en una conclusión sólida: la Septuaginta no es meramente una traducción del hebreo, sino una interpretación teológica en sí misma. El hallazgo de manuscritos como 1QIsaᵃ, 4QPsᵃ y 5/6HevPs en Qumrán demuestra que la LXX recoge una línea textual más antigua que el Texto Masorético, y que su forma refleja un desarrollo canónico ya cargado de sentido mesiánico[69]. El Siervo sufriente, el Ungido, el Traspasado y el Glorificado ya estaban escritos, aguardando el cumplimiento que hallaron en Cristo.

Así, la Iglesia no impuso una lectura cristológica sobre los textos antiguos; descubrió una revelación que ya habitaba en ellos. Por eso Felipe pudo, desde Isaías, anunciar a Cristo. Y por eso hoy, leer la Septuaginta no es retroceder ni forzar, sino entrar al mismo umbral por el cual la Iglesia apostólica accedió al corazón del Evangelio.

Conclusión

La figura de Jesús como hilastērion viviente, presentada en Romanos 3:25, nos invita a abandonar los marcos punitivos tradicionales para abrazar una comprensión litúrgica, relacional y gloriosa de la expiación[70]. Cristo no fue ofrecido como víctima de la ira divina, sino como el nuevo lugar de encuentro: el trono de gracia abierto para siempre, donde la humanidad accede libremente a la presencia de Dios[71]. En Él, la reconciliación no ocurre mediante castigo, sino por medio de purificación, consagración y mediación fiel[72].

La expiación, leída desde la lógica sacerdotal del libro de Levítico, desde la figura del Siervo purificado de Isaías 53 en la Septuaginta, y desde la liturgia gloriosa de la carta a los Hebreos, se revela como un acto de fidelidad divina[73]. No es una transacción legal para satisfacer demandas forenses, sino una obra misericordiosa que limpia el espacio contaminado, consagra al mediador y abre el camino hacia el Lugar Santísimo.[74] Jesús, el Siervo fiel, no fue una ofrenda para calmar la ira de Dios, sino un sacerdote glorificado que nos lleva al Padre en virtud de su vida obediente, resucitada y exaltada[75].

La cruz no debe ser comprendida como un tribunal donde Dios ejecuta su juicio sobre el Hijo en lugar de los pecadores. Fue, más bien, el escenario del juicio humano sobre el Justo; el rechazo final de un mundo impuro que no quiso reconocer la luz que venía al mundo[76]. Pero Dios no respondió con castigo, sino con vindicación. En la resurrección, el Padre purificó la historia del Siervo, restauró su dignidad y lo exaltó como Mediador eterno[77]. Allí no hubo venganza, sino gracia; no condena, sino consagración; no castigo, sino glorificación[78]. La cruz y la resurrección, juntas, son el clímax de la fidelidad divina frente a la infidelidad humana[79].

La expiación, por tanto, es la acción misericordiosa de Dios que cubre el pecado, purifica lo contaminado y abre un camino seguro hacia su presencia en Cristo glorificado[80]. El Evangelio no consiste en una transacción penal, sino en una reconciliación restauradora ofrecida por un Dios que permanece fiel a su pacto, incluso cuando su pueblo ha fallado[81]. Es la buena noticia de un Dios que no abandona, sino que transforma; que no destruye, sino que purifica; que no exige sangre para saciar su ira, sino que ofrece vida para sanar al mundo[82].

En Cristo, Dios no cambia de actitud hacia la humanidad. Dios permanece siendo quien es: misericordioso, fiel, justo y redentor[83]. La cruz y la resurrección no alteran a Dios; lo revelan. La expiación no aplaca a un Dios airado, sino que manifiesta a un Dios que desciende, abraza y levanta a los caídos para hacerlos suyos[84].

La cruz es, así, el altar de consagración; la resurrección, la entronización del Siervo; y la expiación, la proclamación de acceso abierto al Dios vivo. Este es el corazón del Evangelio: un Dios que reconcilia, purifica y restaura por medio del Cristo resucitado[85].

 

 

 

Bibliografía secundaria

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38.  Wright, N. T. The Day the Revolution Began: Reconsidering the Meaning of Jesus’s Crucifixion. San Francisco: HarperOne, 2016.

39.   

 


 



[1] N. T. Wright, The Day the Revolution Began: Reconsidering the Meaning of Jesus’s Crucifixion (San Francisco: HarperOne, 2016), 267–278.

[2] Éxodo 25:22, LXX.

[3] Jacob Milgrom, Leviticus 1–16: A New Translation with Introduction and Commentary, Anchor Bible 3 (New York: Doubleday, 1991), 1015.

[4] Levítico 16:14–16.

[5] Gordon J. Wenham, The Book of Leviticus, New International Commentary on the Old Testament (Grand Rapids: Eerdmans, 1979), 236–240.

[6] Douglas J. Moo, The Epistle to the Romans, New International Commentary on the New Testament (Grand Rapids: Eerdmans, 1996), 229.

[7] David M. Moffitt, Atonement and the Logic of Resurrection in the Epistle to the Hebrews, Supplements to Novum Testamentum 141 (Leiden: Brill, 2011), 165–172.

[8] Craig R. Koester, Hebrews: A New Translation with Introduction and Commentary, Anchor Yale Bible 36 (New Haven: Yale University Press, 2001), 413.

[9] Hebreos 9:14.

[10] Hebreos 4:16.

[11] Luke Timothy Johnson, Hebrews: A Commentary, New Testament Library (Louisville: Westminster John Knox Press, 2006), 125.

[12] Roy Gane, Cult and Character: Purification Offerings, Day of Atonement, and Theodicy (Winona Lake, IN: Eisenbrauns, 2005), 204–210.

[13] Levítico 16:18–19.

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[17] Thomas R. Schreiner, Romans, Baker Exegetical Commentary on the New Testament (Grand Rapids: Baker Academic, 1998), 204.

[18] Roy Gane, Cult and Character: Purification Offerings, Day of Atonement, and Theodicy (Winona Lake, IN: Eisenbrauns, 2005), 250–257.

[19] N. T. Wright, The Day the Revolution Began: Reconsidering the Meaning of Jesus’s Crucifixion (San Francisco: HarperOne, 2016), 297–301.

[20] LXX Isaías 53:10. Ver también Jacob Milgrom, Leviticus 1–16: A New Translation with Introduction and Commentary, Anchor Bible 3 (New York: Doubleday, 1991), 1031.

[21] David M. Moffitt, Atonement and the Logic of Resurrection in the Epistle to the Hebrews, Supplements to Novum Testamentum 141 (Leiden: Brill, 2011), 88–95.

[22] Milgrom, Leviticus 1–16, 940–941.

 

[23] Harold W. Attridge, The Epistle to the Hebrews: A Commentary, Hermeneia (Philadelphia: Fortress Press, 1989), 135–138.

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[26] Harold W. Attridge, The Epistle to the Hebrews: A Commentary, Hermeneia (Philadelphia: Fortress Press, 1989), 140–145.

 

[27] David M. Moffitt, Atonement and the Logic of Resurrection in the Epistle to the Hebrews, Supplements to Novum Testamentum 141 (Leiden: Brill, 2011), 110–115.

[28] Luke Timothy Johnson, Hebrews: A Commentary, New Testament Library (Louisville: Westminster John Knox Press, 2006), 157–159.

[29]Roy Gane, Cult and Character: Purification Offerings, Day of Atonement, and Theodicy (Winona Lake, IN: Eisenbrauns, 2005), 304–311.

[30] Jacob Milgrom, Leviticus 1–16: A New Translation with Introduction and Commentary, Anchor Bible 3 (New York: Doubleday, 1991), 1031–1035.

[31] LXX Isaías 53:10.

[32] Milgrom, Leviticus 1–16, 940–941.

[33] Moffitt, Atonement and the Logic of Resurrection, 165–172.

[34] N. T. Wright, Surprised by Hope: Rethinking Heaven, the Resurrection, and the Mission of the Church (New York: HarperOne, 2008), 207–211.

[35] Richard B. Hays, The Faith of Jesus Christ: The Narrative Substructure of Galatians 3:1–4:11, 2nd ed. (Grand Rapids: Eerdmans, 2002), 210–213.

[36] David M. Moffitt, Atonement and the Logic of Resurrection in the Epistle to the Hebrews (Leiden: Brill, 2011), 237–242.

 

[37] Luke Timothy Johnson, Hebrews: A Commentary (Louisville: Westminster John Knox, 2006), 235–239.

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[45] Harold W. Attridge, The Epistle to the Hebrews, 289–291.

[46] Moffitt, Atonement and the Logic of Resurrection, 285–290.

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[48] J. Denny Weaver, The Nonviolent Atonement, 2nd ed. (Grand Rapids: Eerdmans, 2011), 9–13.

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