Cristo en los Sacrificios: De la Restauración a la Adoración
Desde las primeras páginas del Levítico hasta el clímax escatológico del Apocalipsis, la Escritura presenta un tejido ritual, relacional y redentor que culmina en la persona de Jesucristo. Cada uno de los sacrificios, ofrendas y ritos establecidos por Dios en el sistema levítico tenía una intención pedagógica, una sombra que apuntaba hacia una realidad futura (Colosenses 2:17; Hebreos 10:1). Sin embargo, para comprender su cumplimiento en Cristo, es necesario interpretar estos ritos no solo como símbolos estáticos, sino como etapas dinámicas en el proceso de restauración, purificación, reconciliación y adoración.
Este capítulo propone un recorrido por los principales sacrificios u ofrendas de la ley levítica, pero no como prácticas del pasado, sino como ventanas proféticas hacia la obra completa de Cristo. En lugar de centrarnos exclusivamente en la muerte en la cruz, se propone una visión más amplia y progresiva, donde Cristo cumple cada aspecto del sistema levítico en su encarnación, vida, resurrección, ascensión y ministerio actual como Sumo Sacerdote. Este recorrido culmina con la adoración universal al Cordero en Apocalipsis, que refleja el olah perfecto y eterno.
Cristo como Asham — El Restaurador del Hombre
El asham (אָשָׁם), mal traducido a menudo como “ofrenda por la culpa” o incluso “sacrificio por la culpa”, representa en Levítico 5 la respuesta de Dios para cuando alguien ha dañado algo que pertenece a Él o a otro ser humano. Este rito no se centra en la culpa psicológica ni en el castigo penal, sino en la restitución: devolver lo que se ha dañado, más una quinta parte adicional, como signo de honra, responsabilidad y reparación relacional (Levítico 5:16; 6:1–7).
Cuando Isaías dice que el Siervo sería asham (Isaías 53:10), no está diciendo que el Mesías será castigado en lugar de otros, sino que Él se ofrecerá como un acto voluntario y fiel para restituir a Dios aquello que le pertenece: la humanidad perdida. Jesús, en su encarnación, no vino a morir simplemente, sino a vivir plenamente como el verdadero humano, obediente, justo, confiado, en adoración constante al Padre. Su vida restauradora, marcada por su fidelidad y entrega, restituye lo humano a Dios. En Él, el hombre es devuelto a su Dueño legítimo.
La restauración que Cristo realiza como asham va más allá de un acto sustitutorio penal, en realidad es la encarnación de la Fidelidad misma, Fidelidad hecha hombre. En medio del quebranto, del rechazo, de la injusticia, el Siervo de Isaías 53 responde con obediencia, adoración y confianza, incluso hasta la muerte y muerte de cruz. Esta fidelidad es restauradora y es la base de la reconciliación. Como verdadero Hombre, el Siervo le ofrece a Dios lo que ningún otro pudo: un corazón fiel, una vida entregada, una humanidad recobrada.
En este sentido, Cristo va más allá de solo morir en lugar del pecador, ya que vive como el verdadero humano que restituye a Dios lo que se había perdido. Y lo hace a atrvés de ser probado en la experiencia inimaginable de sufrimiento y del dolor, para abrir un nuevo camino de comunión. Por eso, después de entregar su vida como asham, el texto de Isaías afirma: “Verá linaje, vivirá por largos días, y la voluntad del Señor será en su mano prosperada” (Isaías 53:10). La restitución no termina en muerte, sino que inaugura vida, descendencia, propósito y plenitud.
Cristo y los Sacrificios de Paz — El Hombre Restaurado en Comunión
Los sacrificios de paz (shelamim) representan el momento en que el ser humano, ya restaurado, entra en comunión gozosa con Dios. No se trata de una limpieza ni de una restitución, sino de una comida compartida. A diferencia del asham o el jatá, el shelamim permite al oferente comer parte del animal. Es una celebración. Es adoración en confianza. Es comunión restaurada.
Cristo, una vez encarnado y habiendo vivido como el verdadero Hombre fiel (asham), no se retiró al desierto ni al templo como un asceta. Comió con publicanos, fariseos, pecadores y discípulos. Su mesa fue el lugar de reconciliación. Allí, en medio del pan y el vino, anunció el Reino de Dios. En Él se anticipa el banquete escatológico donde los restaurados celebran con su Señor.
La comunión que Cristo ofrecía no se basaba en la pureza de los invitados, sino en la presencia purificadora del anfitrión. Él mismo era el altar viviente, la mesa de Dios entre los hombres. Por eso, sus comidas eran escandalosas: mostraban que el Reino estaba presente en Él, y que quienes comían con Él, aunque pecadores, estaban siendo acogidos, restaurados y transformados.
Este sentido de comunión alcanza su punto culminante en la última cena, donde Cristo no se ofrece como víctima pasiva, sino como anfitrión que parte el pan y ofrece la copa. En ese gesto, se anticipa el Nuevo Pacto (Lucas 22:20). Cristo, el Hombre fiel, invita a los suyos a participar de su mesa, no como un acto ritual, sino como una realidad relacional.
Así, el creyente que ha sido restituido a Dios por medio del asham que es Cristo, es invitado a la comunión de los shelamim: un estilo de vida de adoración, gratitud, confianza y disfrute de la presencia de Dios. La adoración no es un deber ni un rito que busca aceptación, sino la consecuencia natural de una comunión restaurada.
Cristo y el Sacrificio de Pacto — El Sello de la Alianza
En Éxodo 24, Moisés rocía la sangre de los animales sobre el altar y sobre el pueblo, diciendo: “Esta es la sangre del pacto que el Señor ha hecho con vosotros” (Éxodo 24:8). Este sacrificio no está orientado ni a la limpieza ni a la restitución. Se trata de una alianza sellada con sangre, una relación formalmente establecida entre Dios y su pueblo. La sangre del pacto no es un pago, sino una consagración relacional: es el momento en que dos partes se comprometen de manera solemne y amorosa.
Jesús retoma estas mismas palabras en la última cena y les da un nuevo sentido: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre” (Lucas 22:20). De este modo, la muerte de Cristo es presentada como el acto de inauguración del Nuevo Pacto, que va más allá de una muerte penal, es el acto solemne que sella la alianza entre Dios y los hombres. En Cristo, Dios y la humanidad entran en una nueva relación, sellada no por el temor, sino por la fidelidad de Cristo.
La sangre del pacto no es la sangre de la víctima pasiva, sino la sangre del Siervo fiel, el Hombre perfecto que ha vivido en obediencia total al Padre. Cristo no solo muere por la culpa del pueblo, aún más, muerte como el representante humano que consagra una nueva humanidad a Dios. Su muerte es, al mismo tiempo, el último acto cual asham, y marca la inauguración del Nuevo Pacto en Su sangre. Es el Hombre fiel que sella el pacto eterno con Dios al entregar su vida por la humanidad.
Como en el Éxodo, el pacto se sella con sangre, pero lo que se busca no es limpieza en este ritual de Éxodo 24, sino relación. El pacto es un compromiso de comunión, obediencia, lealtad mutua. En Cristo, este pacto ya no depende de nuestra fidelidad, sino de la de Dios y de Su Hijo. Él ha sido fiel hasta la muerte y ha inaugurado una nueva relación entre Dios y los suyos, donde la obediencia de uno justifica a los muchos (cf. Romanos 5:19).
Por eso, la Cena del Señor va más allá de un recordatorio de muerte, pués es una celebración del pacto, una participación en la comunión de Cristo. Comemos del pan y bebemos de la copa no como penitentes temerosos, sino como herederos de una alianza sellada por el amor y la fidelidad del Hijo. En Cristo, Dios ha hecho con nosotros un pacto eterno, no basado en sangre de animales, sino en la vida entregada del Mesías resucitado.
La Resurrección de Cristo como Consagración Sacerdotal
La ley de Moisés establecía que ningún hombre podía ejercer el sacerdocio sin ser consagrado con sangre, aceite y un rito específico de iniciación (Éxodo 29; Levítico 8). El sacerdote era apartado de entre los hombres, pero permanecía humano. Su consagración no lo volvía divino, sino apto para representar al pueblo ante Dios.
Cristo, en su ministerio terrenal, no era sacerdote en sentido levítico. No pertenecía a la tribu de Leví, ni fue consagrado en un templo terrenal. Su consagración ocurre después de su muerte, en el momento glorioso de su resurrección. Como dice Hebreos: “Y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación… siendo constituido por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec” (Hebreos 5:9–10).
La resurrección no es simplemente el regreso a la vida; es la consagración de Cristo como Sumo Sacerdote glorificado. Ya no es solo el Hombre fiel que vivió en obediencia (el asham), ni solo el anfitrión que celebra comunión (los shelamim), ni el representante que sella el pacto (el sacrificio de Éxodo 24). Ahora es el sacerdote eterno, apto para ejercer en los cielos el ministerio de intercesión y purificación.
En su resurrección, Cristo recibe un cuerpo incorruptible, lleno de gloria, preparado no para continuar su obra en la tierra, sino para iniciar su ministerio celestial. Este es un momento clave: la muerte no fue el clímax, sino la puerta. La vida indestructible del resucitado es ahora la base de un nuevo sacerdocio.
La entronización de Cristo, que sigue a su resurrección, no es simplemente una exaltación honorífica, sino una consagración funcional: Él ha sido declarado Sumo Sacerdote, con autoridad para entrar al Lugar Santísimo celestial. El hombre restaurado (el asham), en comunión (los shelamim), bajo pacto (Éxodo 24, Lucas 22), es ahora hecho sacerdote para siempre, para actuar en favor de su pueblo.
La resurrección, por tanto, no es un simple milagro. Es el acto por el cual Dios declara que la vida de Cristo ha sido recibida como perfecta, justa y digna. Es la confirmación de su fidelidad, y el momento en que se le concede el ministerio eterno de mediación.
La Entrada al Lugar Santísimo — Cristo como Jatá Purificador
El jatá (חַטָּאת), malamente traducido como “ofrenda por el pecado” o “sacrificio por el pecado”, tiene como centro la purificación y/o limpieza de los lugares celestiales y de nuestras conciencias. Su propósito principal, según Levítico 4 y 16, es la purificación de los espacios sagrados, los altares, las crotinas, el propiciatorio, el tabernáculos y el campamento en general, y como consecuencia, la comunidad misma. Se trata de quitar la contaminación causada por el pecado, lo que impide la comunión y actuar como un adorador. El jatá no apunta a la muerte, sino a una vida que ha vencido la muerte, cuya sola presencia purifica lo inmundo y reestablece el orden santo.
En Hebreos, este lenguaje purificador alcanza su clímax: “Cristo no entró en el santuario hecho por manos... sino en el cielo mismo, para presentarse ahora por nosotros ante Dios” (Hebreos 9:24). Y lo hizo por medio de su propia sangre (v. 12), es decir, por medio de su vida glorificada, marcada por la obediencia y entregada en fidelidad hasta la muerte, Su vida indestructible.
La sangre aquí no representa castigo, sino la vida victoriosa sobre la muerte del resucitado que ahora tiene acceso al Lugar Santísimo celestial. Cristo no lleva sangre ajena, ni sangre derramada como símbolo de muerte. Fue por medio de su propia sangre, es decir, por medio de su propia vida victoriosa que hace posible el jatá que purifica. La actividad cual Sumo Sacerodte hace posible actuar como jatá.
La purificación del santuario celestial (Hebreos 9:23) no es porque el cielo esté manchado de pecado, sino porque el santuario debe ser preparado para recibir a los suyos. El camino de acceso al Padre es abierto por el jatá resucitado. Él limpia los cielos para que los humanos restaurados puedan no solo habitar allí, sino adorar allí. Cristo purifica mediante su entrada como Sumo Sacerdote fiel y obediente, llevando a cabo de esta manera nuestra eterna redención..
La sangre en las cartas del Nuevo Nestamento, en especial la carta a Los Hebreos, debe leerse como la vida indestructible de Cristo. Es la sangre del Cordero glorificado, no de aquel muerto que sigue en la cruz. El jatá que Cristo cumple no es un rito de castigo, sino de santificación cósmica. En Él, se nos concede la limpieza del santuario, de la conciencia (Hebreos 9:14), y del pueblo mismo (Hebreos 10:22), para que ahora podamos acercarnos “con corazón sincero, en plena certidumbre de fe”.
Por eso, la muerte de Cristo no es el lugar de la expiación. La expiación ocurre cuando el Hombre glorificado entra en los cielos por medio de su propia sangre. Solo allí, como jatá, puede purificar lo que estaba vedado. La obra culmina no en la cruz, sino en el trono, donde su presencia como Hombre fiel es la garantía de nuestro acceso.
El Holocausto de la Creación — Cristo como Olah Adorado
El olah (עֹלָה), o “holocausto”, era la ofrenda totalmente consumida por el fuego en el altar. A diferencia de las otras, nadie comía de ella. Todo se ofrecía a Dios. Representaba una entrega total, voluntaria y agradable. Era adoración pura: sin demanda, sin reparación, sin participación humana en la comida. Solo Dios recibía ese humo grato.
Cristo, después de haber cumplido su ministerio como asham restaurador, anfitrión de los shelamim, iniciador del pacto, sacerdote resucitado y jatá purificador, es ahora exaltado a lo sumo. Y en esa exaltación, la creación entera lo adora como el olah perfecto. Su entrega total, desde la encarnación hasta su trono, es el perfume agradable ante Dios, que invita a todo ser creado a unirse en adoración.
En Apocalipsis 5, Juan ve que nadie puede abrir el libro… hasta que aparece el Cordero como inmolado. El cielo estalla en alabanza:
“Digno eres… porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre compraste para Dios… y nos has hecho para nuestro Dios un reino y sacerdotes…” (Apocalipsis 5:9–10).
La adoración que Cristo recibe no es solo por haber muerto, sino por haber vivido fielmente, entregado su vida, y haber sido exaltado como Rey. Él es el olah eterno, el Cordero que arde de amor, obediencia y gloria. El fuego no lo consume, lo revela.
El olor grato del olah es Cristo mismo. Ya no como víctima, sino como ofrenda viviente. Su resurrección no lo aleja de la adoración, lo consuma como el centro de ella. La iglesia no adora a un héroe muerto, sino a un Señor vivo, glorioso, entronizado.
Y el Cordero no se queda solo. Su adoración provoca una respuesta cósmica: ángeles, ancianos, criaturas vivientes, y todo lo creado… todos se postran. Cristo es el olah al que toda la creación se une: “¡Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos!” (Apocalipsis 5:13).
Conclusión: De la Restauración a la Adoración — Cristo, Plenitud de los Sacrificios
En el momento mismo en que fueron inaugurados, los sacrificios y ofrendas del sistema levítico ya contenían un eco profético de una realidad aún no manifestada. Aunque establecidos por mandato divino, no eran la plenitud, sino la anticipación de algo mayor. Cada rito, cada sangre derramada, cada altar encendido, hablaba de un cumplimiento que todavía estaba por venir. En Cristo, esa promesa silente se revela en toda su gloria: las sombras se vuelven cuerpo, y lo simbólico se convierte en experiencia real.
Cristo es el asham que, en su encarnación y vida obediente, restituye a Dios la humanidad perdida. Cristo viene a encarnar la fidelidad en carne viva, devolviendo a Dios lo que le pertenece: hombres y mujeres restaurados a su imagen.
Cristo sella el pacto con su sangre no como víctima pasiva, sino como el Hombre fiel que inaugura una nueva relación con Dios, basada en su obediencia. Su muerte no representa el fin de su obra, sino el acto solemne que consagra una nueva humanidad a su Padre.
Cristo es el anfitrión de los shelamim, que invita a los suyos a la comunión verdadera. En sus comidas, en su mesa compartida, el Reino de Dios se hace presente, y la reconciliación ya no es una aspiración ritual, sino una experiencia viva de comunión.
Cristo, resucitado, es consagrado como Sumo Sacerdote eterno, capaz de ejercer su ministerio desde los cielos. Su resurrección no es solo victoria sobre la muerte, sino la habilitación plena para actuar en favor de los suyos como intercesor glorificado.
Cristo entra al Lugar Santísimo no con sangre ajena, sino con su propia vida glorificada, y como jatá, purifica el santuario celestial, nuestras conciencias y al pueblo redimido. Su presencia viviente es el agente purificador que nos otorga acceso pleno al Padre.
Cristo exaltado es el olah perfecto, la ofrenda consumida en obediencia, amor y gloria. Su vida entregada no es consumida por el fuego, sino revelada en él. La creación entera lo adora porque en Él toda fidelidad ha sido llevada a la perfección.
Este es el camino que Dios ha trazado desde los tiempos antiguos: de la restitución a la comunión, del pacto a la mediación, de la purificación a la adoración. Todo estaba anunciado, pero nada se había manifestado en plenitud… hasta Cristo.
Y ahora, en Él, no solo contemplamos la plenitud, sino que somos llamados a caminar en ella. Restaurados como asham, comulgantes como shelamim, consagrados como sacerdotes, purificados como jatá, y adoradores como olah, participamos en su vida y en su adoración.
Cristo no solo cumple los sacrificios. Él es la realidad final a la que todos apuntaban. Él es el Camino vivo, la Verdad glorificada y la Vida indestructible que nos introduce en la adoración eterna del Dios fiel.
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