Sin Derramamiento de Sangre No se Hace Remisión

 Hebreos 9:22 y la necesidad de purificación del tabernáculo en el sistema levítico


El tabernáculo, según se describe en el Antiguo Testamento, fue el lugar de reunión y culto donde el pueblo de Israel adoraba a Dios y ofrecía sacrificios conforme a las instrucciones divinas. Construido a partir de las directrices dadas a Moisés en el Monte Sinaí, el tabernáculo funcionaba como el centro de la vida religiosa y espiritual de la nación. No se limitaba a ser un simple edificio o tienda de campaña sagrada, sino que simbolizaba de manera tangible la presencia de Dios en medio de su pueblo. Su relevancia radica en que allí se encontraba el Arca del Pacto, los altares y demás utensilios que representaban diferentes aspectos de la relación entre Dios y los israelitas.

En este sentido, Levítico, el libro que regula el culto y la práctica sacrificial, establece detalladamente los procedimientos para mantener la santidad y pureza del tabernáculo y de los objetos sagrados. El pueblo de Israel, consciente de la santidad divina, debía acercarse a Dios con reverencia y bajo las estipulaciones específicas de la ley levítica. El concepto principal era salvaguardar la pureza del lugar donde Dios manifestaba su presencia, pues Él es absolutamente santo y no cohabita con el pecado ni con la impureza. Así, desde el inicio, el Antiguo Testamento deja en claro que la relación entre Dios y el ser humano depende de la mediación sacrificial, la cual permitía, provisionalmente, la remoción de la contaminación ritual de los inmuebles del tabernaculo generada por la transgresión humana.

La contaminación del tabernáculo por el pecado del pueblo
A medida que los israelitas interactuaban con el tabernáculo y llevaban sus ofrendas, sacrificios y peticiones, la presencia del pecado e impurezas rituales afectaba la pureza y santidad del lugar. Las impurezas no solo eran morales, derivadas de pecados conscientes, sino también aquellas que provenían de pecados involuntarios, enfermedades o condiciones ceremoniales que, según la ley, requerían de un proceso de purificación. Este fenómeno se conoce como contaminación cultual, la cual podía adherirse tanto a las personas como a los objetos inanimados utilizados en la adoración.

Levítico 16:16 ejemplica com la sangre del sacrificio por el pecado era esencial para la purificación del santuario de las impurezas del pueblo. El sacerdote, en particular el sumo sacerdote, debía entrar en el Lugar Santísimo durante el Día de la Expiación (Yom Kippur) y realizar el rito de la aspersión de la sangre sobre el propiciatorio, el lugar donde se manifestaba la presencia divina. Esta ceremonia tenía un doble propósito: expiar los pecados del pueblo y purificar el propio tabernáculo de las contaminaciones acumuladas a lo largo del año. El acto no se trataba simplemente de limpiar un objeto físico, sino de salvaguardar la comunión entre un Dios santo y un pueblo necesitado de perdón y restauración.

La importancia de la sangre en los sacrificios levíticos
En el sistema sacrificial levítico, la sangre ocupaba un lugar preponderante debido a su simbolismo de vida y expiación. La Ley establecía que la vida de la carne estaba en la sangre y que esta se ofrecía en el altar para lograr la reconciliación con Dios (Levítico 17:11).

La sangre operaba como un elemento purificador y expiatorio en el culto. Dentro de los diferentes tipos de sacrificios, el sacrificio hattat (traducido comúnmente como “ofrenda por el pecado”) buscaba, entre otras cosas, la purificación de las impurezas rituales del santuario, de sus utensilios y que daba como resultado la aceptación del que se acercaban para adorar. El rociamiento de la sangre en el altar y otros implementos sagrados indicaba un acto limpieza de la impureza del objeto cultual, y a la vez, un acto de consagración que restauraba la pureza y santidad perdida del inmueble.

La necesidad de purificación según Levítico 16:16
Levítico 16:16 establece de forma explícita que la purificación del tabernáculo, incluso de los enseres y utensilios, era necesaria por las “impurezas de los hijos de Israel” y por sus rebeliones, conforme a todos sus pecados. Esta purificación anual se llevaba a cabo el Día de la Expiación, el día más sagrado en el calendario levítico. El sumo sacerdote se vestía con ropas santas, ofrecía la sangre de los sacrificios por el pecado por sí mismo y por el pueblo, tomaba de la sangre del sacrificio para rociarla sobre el propiciatorio y delante de él.

Este acto no solo buscaba limpiar físicamente el lugar de la mancha del pecado, sino también subrayar la omnipresente realidad de la santidad de Dios. Todo lo que estuviera en contacto con el ser humano pecador estaba sujeto a contaminación, y por tanto, requería de una purificación exhaustiva. La ley indicaba que la santidad divina demandaba una atención meticulosa a la pureza, y cada detalle del ritual servía para recalcar cuán necesario era un sacrificio que proveyera purificación y expiación. El tabernáculo simbolizaba, por un lado, la cercanía de Dios con su pueblo; pero por el otro, recordaba que la presencia divina continuara en medio del pueblo se requería la limpieza causada por la contaminación debida a los pecados del pueblo.

Hebreos 9:22: “Sin derramamiento de sangre no hay remisión”
El Nuevo Testamento recoge la importancia de la sangre como medio de expiación y/o purificación, y de manera particular, la epístola a los Hebreos profundiza en este tema conectándolo directamente con la obra de Cristo. En Hebreos 9:22 se lee la afirmación contundente: “Sin derramamiento de sangre no se efectúa remisión”. Generalmente entendemos “remisión” como el perdón de los pecados; sin embargo, el término griego utilizado, aphesis, puede también traducirse como “purificación”.

Esta traducción alterna de la palabra aphesis cobra sentido dentro del marco conceptual del libro de Levítico, donde la sangre del sacrificio hattat tenía por objetivo indirecto el perdón de pecados involuntarios, siendo su objetivo primario la limpieza y consagración de todo los enseres que hubiese sido contaminados por el pecado. Por tanto, la purificación y el perdón van de la mano. Para que hubiese una remoción de la culpa, primero debía haber una purificación de la contaminación producida por el pecado que manchaba tanto la conciencia de la persona como los utensilios y espacios dedicados al culto divino. De esta manera, Hebreos entrelaza la teología sacrificial del Antiguo Testamento con la culminación de dicha teología en la persona de Jesucristo.

Aphesis y katharizo: paralelos griegos del hebreo kaphar
La palabra hebrea kaphar, frecuentemente traducida como “expiar”, “cubrir” y “purificar” aparece en diversas ocasiones en el contexto de los sacrificios para la remoción del pecado. En la Septuaginta (la traducción griega del Antiguo Testamento), kaphar a menudo se traduce con términos como aphesis (remisión, liberación) y katharizo (purificar, limpiar). Este uso refleja la naturaleza multifacética del concepto de expiación, que incluye la liberación del pecado y la impureza, así como la restauración a un estado santo.

Por consiguiente, cuando el autor de Hebreos menciona que “sin derramamiento de sangre no hay remisión” (Hebreos 9:22), está retomando la antigua comprensión judía de que la sangre del sacrificio cumple la función de limpiar lo que el pecado ha manchado. No es simplemente un acto legal para cambiar el estatus moral del individuo o del objeto; es, más bien, un acto de purificación integral que restaura los enseres del santuario a su estado de consagración inicial para permitir la restauración de la comunión con Dios. De ahí que esta remisión, en el sentido de purificación, aluda a un proceso de purificación y reconsagración.

El sacrificio hattat y la limpieza de los objetos cultuales
El sacrificio hattat era esencial en la práctica religiosa de Israel, ya que se ofrecía cuando una persona pecaba involuntariamente, por lo cual era un tipo de sacrificio que se podía repetir varias veces al día, pero tenía su momento de máxima expresión cuando el sumo sacerdote, en su rol de representante del pueblo, entraba al Lugar Santísimo para purificar el propiciatorio mismo por la nación. Una particularidad de este sacrificio era su función en la purificación de elementos inanimados que, a causa de la cercanía al pecador, habían quedado afectados por la impureza. Los altares de bronce y de oro, así como el propiciatorio, requerían rociamiento de la sangre del sacrificio para mantener la pureza y la santidad necesaria para que la adoración con sacrificios posteriores fueran aceptados, como sacrificios de paz, el holocausto, sacrificios de acción de gracias, etc.

Este rasgo del sistema levítico subraya la gravedad del pecado y su capacidad contaminante. No era solo el individuo quien necesitaba ser reconciliado con Dios, sino también todo el ambiente de culto que lo rodeaba. El acto de purificar los utensilios y muebles sagrados implicaba que, en presencia de un Dios santo, ningún rastro de pecado podía permanecer. Cada rito de rociamiento, de consagración y de santificación buscaba reinstaurar la armonía original que se rompía cada vez que el pueblo se apartaba de la voluntad divina.

La purificación como carácter representativo en Hebreos 9:23-24
El autor de Hebreos subraya que el tabernáculo terrenal y sus ritos eran solo “figuras” o “sombras” de las realidades celestiales. Hebreos 9:23-24 expone que, así como las copias terrenales debían ser purificadas con sacrificios animales, las cosas celestiales mismas requerían un sacrificio superior. Dicho sacrificio superior era el de Cristo, quien no entró a un santuario hecho por manos humanas, sino al cielo mismo, para presentarse delante de Dios a favor nuestro.

Esta enseñanza presenta un contraste: por una parte, el sistema levítico cumplía una función pedagógica y simbólica, mostrando al pueblo la necesidad y el mecanismo de la purificación; por otra, manifestaba implícitamente su insuficiencia, pues requería de repetición constante año tras año. En cambio, la obra de Cristo es una realidad eterna y completa, que no necesita ser reiterada continuamente. Su sacrificio no solo es graficado por lo que era terrenal, sino que hace posible una relación de comunión entre la humanidad redimida y el Dios santo en el verdadero “Lugar Santísimo” celestial.

Cristo como el Sumo Sacerdote perfecto
La figura del sumo sacerdote en el Antiguo Testamento resultaba esencial para la mediación entre Dios y el hombre. Solo él podía ingresar en el Lugar Santísimo una vez al año, con la sangre del sacrificio para expiar los pecados de todo el pueblo. Sin embargo, este oficio sumo sacerdotal terrenal estaba limitado por la naturaleza humana del sacerdote, quien a su vez era pecador y debía ofrecer sacrificios por sí mismo.

Hebreos presenta a Cristo como el Sumo Sacerdote perfecto y eterno, quien no tiene necesidad de purificarse a sí mismo antes de ejercer su sacerdocio y cuyo ministerio no cesa. Al ofrecer su propia sangre, Cristo llevó a cabo un sacrificio que no requiere repetición, pues es plenamente eficaz. Esta diferencia fundamental transforma por completo la experiencia de la purificación, ya que el creyente no solo es purificado externamente, sino que su conciencia se limpia y es habilitado para adorar a Dios en espíritu y en verdad. Mientras los altares y utensilios del sistema levítico se contaminaban con el uso y necesitaban purificación continua, la obra de Cristo se describe como definitiva e inmutable.

El paso del tabernáculo terrenal al celestial
Hebreos 9:24 enfatiza que Cristo “no entró en el santuario hecho de mano, figura del verdadero, sino en el cielo mismo”. Aquí se vislumbra el corazón del mensaje de la epístola: el tabernáculo terrenal era un modelo imperfecto de la morada celestial. El autor sagrado emplea la palabra “figura” (gr. antitypon), refiriéndose a cómo el tabernáculo y sus ritos señalaban una realidad mayor: la presencia de Dios en un ámbito eterno y perfecto.

En el tabernáculo terrenal, con sus ritos anuales de expiación, se ilustraba la manera en que Dios quiere relacionarse con el hombre. Sin embargo, dicha relación quedaba supeditada a la capacidad humana de obedecer y a la necesidad repetida de sacrificios. Contrariamente, cuando Cristo aparece como nuestro mediador en el santuario celestial, su sacrificio trasciende todo límite humano. Él mismo, sin pecado, se ofrece de una vez y para siempre, logrando no solo el perdón de nuestras faltas, sino también la purificación absoluta ante Dios. Así, Hebreos muestra la culminación del simbolismo levítico en la experiencia redentora de Cristo.

“Sin sangre no hay remisión”: purificación y consagración
La frase “sin derramamiento de sangre no hay remisión” resalta la absoluta necesidad de la sangre para la purificación. Tal como se establecía en la Ley, el pecado ensuciaba el lugar de encuentro entre Dios y su pueblo. La sangre del sacrificio hattat´t actuaba como el medio de purificación de todo lo que el pecado contaminaba.

Por ello, no había espacio para otro medio de restauración que no fuera la sangre. El autor de Hebreos aplica este principio a la obra de Cristo, explicando que, así como los objetos del culto eran purificados con la sangre del sacrificio hattat, de la misma manera, la obra de Cristo logra una purificación y consagración definitiva. Sus efectos no solo son visibles en la tierra, sino que abarcan la dimensión celestial, transformando la relación del hombre con Dios. La sangre de Cristo, al ser infinitamente superior a la de los animales, sella un nuevo pacto en el que la purificación está garantizada de manera plena y eterna en los cielos.

La plenitud del principio en la obra de Cristo
Toda la estructura levítica tenía como fin último conducir al entendimiento de la venida del Mesías y de su sacrificio. Las repetidas ofrendas por el pecado, los rituales de purificación, las minuciosas instrucciones sobre la consagración del tabernáculo y sus utensilios funcionaban como un preludio pedagógico para el Evangelio. En este sentido, el principio de que “sin sangre no hay remisión” encuentra su máxima realización cuando Cristo entra en los cielos por su propia sangre.

Mientras que en el sistema antiguo la purificación se obtenía mediante la sangre de animales, los beneficios del Nuevo Pacto son recibidos por la sangre del Hijo de Dios. Esta revelación constituye la base de la superioridad del sacerdocio de Cristo, quien no necesita suplir su propia falta ni repetirse anualmente, o tener nuevas entradas; su sacrificio es perfecto, definitivo y suficiente. Además, Cristo no solo limpia de manera externa, sino que transforma internamente a quienes se acercan por fe a Él. El resultado es un estado permanente de reconciliación con Dios y una conciencia limpia para acercarnos confiadamente al trono de la gracia.

El simbolismo del altar de bronce
El altar de bronce, descrito en Éxodo 27:1-8, constituía el lugar donde el pueblo ofrecía sacrificios de animales, en particular para purificación del propio altar de la contaminación producida por los pecados involuntarios, y que esa manera hacia posible la presentación de otras ofrendas como el holocausto, sacrificios de paz, de acción de gracia, etc. Era un lugar que representaba el reconocimiento de la culpa y el pecado, así como el lugar donde el hombre se enoctraba con la misericordia y la rectitud de Dios que hacía posible el perdón.

En la teología neotestamentaria, Cristo ocupa el papel tanto de sumo sacerdote como de ofrenda. Efesios 5:2 declara que Él “se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante”. De manera que el altar de bronce se convierte en una prefiguración de Cristo mismo. Así como el altar estaba situado a la entrada del atrio, simbolizando la primera etapa para acercarse a la presencia de Dios, Cristo es el medio de acceso mediante el cual podemos ser reconciliados con el Padre. Sin la sangre derramada de Cristo, no hay manera de purificar los bienes celestiales y nuestras conciencias o limpiarnos de nuestro pecado que impide el contacto directo con la santidad divina.

El propiciatorio como lugar de encuentro y expiación
El propiciatorio, ubicado sobre el Arca del Pacto, era considerado el lugar más santo dentro del tabernáculo. Durante el Día de la Expiación, el sumo sacerdote debía rociar la sangre del sacrificio sobre este lugar para purificarlo debido a la contaminación producida por el pecado, haciendo posible así la reconciliación del pueblo con Dios. La presencia divina se asociaba con el propiciatorio, por lo que era el epicentro del acto de expiación y purificación anual.

En el Nuevo Testamento, Hebreos identifica a Cristo con ese verdadero propiciatorio, la “silla de la misericordia” donde se produce la reconciliación plena y definitiva. Cristo, al presentarse por su propia sangre en la presencia celestial de Dios, cumplió de una vez y para siempre aquello que el sumo sacerdote terrenal hacía de forma repetitiva. La eficacia de esta ofrenda es tal que no se limita a un único día de expiación, sino que permea todo el tiempo y espacio, abriendo el camino para que todos los creyentes tengan comunión permanente con Dios. De esta manera, lo que antes era un ritual anual que debía repetirse indefinidamente, se convierte en una realidad eterna gracias a la mediación de Cristo.

El altar de oro: la perfección de la intercesión en Cristo
El altar de oro, reservado para la quema de incienso (Éxodo 30:1-10), simbolizaba las oraciones que ascendían a la presencia de Dios. Cada mañana y cada tarde, el sacerdote debía quemar incienso aromático, y esa fragancia representaba la comunión del pueblo con su Creador. El incienso era un recordatorio constante de que el diálogo con Dios era vital, aunque siempre mediado por un sacerdote.

En el Nuevo Testamento, Cristo perfecciona esta intercesión. Él es el mediador entre Dios y los hombres (1 Timoteo 2:5), el único que puede presentarse con autoridad en la presencia del Padre. Su intercesión es continua y eficaz, pues Él vive para siempre y es santo, sin mancha. Así como el altar de oro estaba cerca del Lugar Santísimo, la intercesión de Cristo está íntimamente ligada a su sacrificio expiatorio. El incienso físico se convierte en la realidad espiritual de una intercesión permanente, que garantiza el acceso a la gracia divina para todo aquel que confía en la obra de Cristo. De nuevo, se vislumbra la transición desde la sombra terrenal al cumplimiento celestial, donde Cristo cumple y trasciende cada elemento del sistema levítico.

Reflexión final: la santidad de Dios y la obra definitiva de Cristo
La necesidad de purificar el tabernáculo y sus utensilios en el sistema levítico pone de relieve la santidad de Dios y la seriedad del pecado. Dado que toda impureza, por mínima que fuera, estorbaba la comunión con el Señor, era imprescindible un rito que removiera la contaminación acumulada. Este principio no solo refleja un detalle litúrgico antiguo, sino que señala la naturaleza profundamente destructiva del pecado y la imposibilidad de acercarse a Dios sin purificación.

Hebreos, al retomar esta enseñanza, no solo la contextualiza en el antiguo culto israelita, sino que la lleva a su culminación en Cristo. El autor insiste en que, si bien la sangre de animales purificaba simbólicamente lo terrenal, la sangre de Cristo trasciende esa limitación y asegura la purificación en el ámbito celestial y en la conciencia del creyente. De esta forma, la purificación deja de ser un acto temporal para transformarse en un estado permanente de gracia y reconciliación.

Resulta impactante notar que incluso los objetos inanimados requerían de la purificación por la sangre sacrificial. Esto revela la perspectiva bíblica de que el pecado no es un fenómeno meramente individual o moral, sino que afecta toda la creación. En contraste, la redención en Cristo extiende sus efectos a todos los ámbitos de la existencia, consagrando de manera definitiva los bienes celestiales y, por ende, la comunidad de creyentes que esperan la manifestación plena del reino de Dios.

Aplicaciones prácticas: adoración y consagración hoy
A la luz de la obra de Cristo, la purificación del tabernáculo antiguo se convierte en un símbolo profundo de la transformación que experimenta el creyente. Aunque hoy no participamos de un sistema sacrificial de animales ni rociamos altares físicos con sangre, el principio permanece: la santidad de Dios exige que nos acerquemos a Él mediante la sangre de Cristo. Sin esta mediación, no habría esperanza de restauración, pues la mancha del pecado es incompatible con la santidad divina.

Por otra parte, la obra de Cristo culminada en los cielos nos invita a vivir en santidad, conscientes de que hemos sido purificados con la sangre preciosa de Cristo mucho más valiosa que la de los animales. El apóstol Pedro expresa esta idea cuando escribe que hemos sido rescatados “no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro 1:18-19). Esta reflexión nos conduce a un doble compromiso: la gratitud hacia Dios, quien ha provisto el único medio eficaz de reconciliación, y la disposición a consagrar cada aspecto de nuestra vida a la voluntad divina, tal como se consagraban los utensilios del tabernáculo.

La transición de la sombra a la realidad en la fe cristiana
Uno de los aportes más significativos de la Epístola a los Hebreos es mostrar la transición de la sombra (el sistema levítico) a la realidad final (el ministerio celestial de Cristo). El tabernáculo terrenal, el propiciatorio, los altares, el incienso y la misma figura del sumo sacerdote, todos estos elementos eran provisionales y apuntaban hacia un cumplimiento perfecto. De hecho, se asemejaban a un “modelo” cuyo objetivo principal era indicar cómo sería la dinámica de la redención a gran escala, bajo la mediación del Mesías prometido.

Al reflexionar en la frase “sin derramamiento de sangre no hay remisión” desde esta perspectiva, se entiende que el rito terrenal, aunque eficaz dentro de sus propios límites, no podía resolver definitivamente la brecha entre Dios y el hombre. La consumación llegó con la persona de Cristo, quien voluntariamente se ofreció y entró al Lugar Santísimo verdadero, al celestial. Allí, en la misma presencia de Dios, efectuó la purificación definitiva y eterna por el poder de una vida indestructible. Esta realidad no solo cumple, sino que supera todo lo que el Antiguo Testamento anticipaba, otorgando a los creyentes un acceso sin precedentes a la intimidad con el Padre.

Conclusión: la grandeza del sacrificio de Cristo y la invitación a la santidad
En conclusión, el análisis de Hebreos 9:22 dentro de la perspectiva del sistema levítico nos muestra que el tabernáculo era más que un simple centro de culto. Era un testimonio del encuentro entre la santidad de Dios y la pecaminosidad humana, y por ende, un recordatorio constante de que la purificación era indispensable para mantener limpios los lugares de encuentro entre el hombre y Dios. La sangre de los sacrificios hattat limpiaba y consagraba los utensilios y espacios del culto, demostrando así que la contaminación causada por el pecado debía ser limpiada ya que afectaba no solo al individuo, sino todo lo que le rodeaba.

Al mismo tiempo, este rito prefiguraba la obra perfecta de Cristo, quien, por su propia sangre, purificó no solo los bienes terrenales, sino también los celestiales. La palabra aphesis, que acepta ser traducida como “remisión” o “purificación”, resalta la dimensión abarcadora del sacrificio de Cristo, que logra una liberación y santificación genuinas. Él, como el Sumo Sacerdote perfecto, ministra ahora en el santuario celestial, presentando de manera continua el valor de su sacrificio ante Dios.

Este hecho no solo es una verdad teológica abstracta, sino que tiene implicaciones profundas para la vida del creyente. Si el tabernáculo y sus utensilios, simples objetos inertes, requerían purificación, cuánto más nosotros, que hemos sido creados a imagen de Dios, necesitamos ser limpiados de toda contaminación de carne y espíritu para servir con gratitud y reverencia. De ahí que la epístola a los Hebreos, al mostrarnos la realidad superior de Cristo, nos invite a acercarnos con confianza al trono de la gracia, sabiendo que su sangre habla mejor que la de Abel y nos consagra para una relación íntima y permanente con Dios.

En definitiva, Hebreos 9:22 sintetiza el corazón de la teología sacrificial bíblica: Cristo por el poder de una vida indestructible entró al Lugar santísimo verdadero para llevar a cabo la purificación de los bienes celestiales y nuestras conciencias de obras muertas. La entrada a dicho Lugar santísimo por Su sangre resultó en nuestro perdón y en nuestra purificación. Con dicha entrada de Cristo, tenemos un acceso superior a la presencia divina y el privilegio de disfrutar de una comunión inquebrantable con nuestro Creador. Esto no solo nos impulsa a adorar con mayor devoción, sino a vivir en coherencia con la santidad que Dios demanda, sabiendo que hemos sido purificados y consagrados por la sangre preciosa del Hijo eterno en el Lugar Santísimo celestial. De este modo, el antiguo sistema levítico, con sus complejos rituales y restricciones, encuentra su realización más excelsa en la sencillez y la majestad del Evangelio de Cristo, por cuya sangre nos abrió las puertas a la purificación y a la remisión verdaderas.

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