Sin Derramamiento de Sangre No se Hace Remisión
Hebreos 9:22 y la necesidad de purificación del tabernáculo en el sistema levítico
El tabernáculo, según se
describe en el Antiguo Testamento, fue el lugar de reunión y culto donde el
pueblo de Israel adoraba a Dios y ofrecía sacrificios conforme a las
instrucciones divinas. Construido a partir de las directrices dadas a Moisés en
el Monte Sinaí, el tabernáculo funcionaba como el centro de la vida religiosa y
espiritual de la nación. No se limitaba a ser un simple edificio o tienda de
campaña sagrada, sino que simbolizaba de manera tangible la presencia de Dios
en medio de su pueblo. Su relevancia radica en que allí se encontraba el Arca
del Pacto, los altares y demás utensilios que representaban diferentes aspectos
de la relación entre Dios y los israelitas.
En este sentido, Levítico, el libro que regula el culto y la
práctica sacrificial, establece detalladamente los procedimientos para mantener
la santidad y pureza del tabernáculo y de los objetos sagrados. El pueblo de
Israel, consciente de la santidad divina, debía acercarse a Dios con reverencia
y bajo las estipulaciones específicas de la ley levítica. El concepto principal
era salvaguardar la pureza del lugar donde Dios manifestaba su presencia, pues
Él es absolutamente santo y no cohabita con el pecado ni con la impureza. Así,
desde el inicio, el Antiguo Testamento deja en claro que la relación entre Dios
y el ser humano depende de la mediación sacrificial, la cual permitía,
provisionalmente, la remoción de la contaminación ritual de los inmuebles del
tabernaculo generada por la transgresión humana.
La contaminación del tabernáculo por el pecado del pueblo
A medida que los israelitas interactuaban con el tabernáculo y llevaban sus
ofrendas, sacrificios y peticiones, la presencia del pecado e impurezas
rituales afectaba la pureza y santidad del lugar. Las impurezas no solo eran
morales, derivadas de pecados conscientes, sino también aquellas que provenían
de pecados involuntarios, enfermedades o condiciones ceremoniales que, según la
ley, requerían de un proceso de purificación. Este fenómeno se conoce como
contaminación cultual, la cual podía adherirse tanto a las personas como a los
objetos inanimados utilizados en la adoración.
Levítico 16:16 ejemplica com la sangre del sacrificio por el
pecado era esencial para la purificación del santuario de las impurezas del
pueblo. El sacerdote, en particular el sumo sacerdote, debía entrar en el Lugar
Santísimo durante el Día de la Expiación (Yom Kippur) y realizar el rito de la
aspersión de la sangre sobre el propiciatorio, el lugar donde se manifestaba la
presencia divina. Esta ceremonia tenía un doble propósito: expiar los pecados
del pueblo y purificar el propio tabernáculo de las contaminaciones acumuladas
a lo largo del año. El acto no se trataba simplemente de limpiar un objeto
físico, sino de salvaguardar la comunión entre un Dios santo y un pueblo
necesitado de perdón y restauración.
La importancia de la sangre en los sacrificios levíticos
En el sistema sacrificial levítico, la sangre ocupaba un lugar preponderante
debido a su simbolismo de vida y expiación. La Ley establecía que la vida de la
carne estaba en la sangre y que esta se ofrecía en el altar para lograr la
reconciliación con Dios (Levítico 17:11).
La sangre operaba como un elemento purificador y expiatorio
en el culto. Dentro de los diferentes tipos de sacrificios, el sacrificio
hattat (traducido comúnmente como “ofrenda por el pecado”) buscaba, entre otras
cosas, la purificación de las impurezas rituales del santuario, de sus
utensilios y que daba como resultado la aceptación del que se acercaban para
adorar. El rociamiento de la sangre en el altar y otros implementos sagrados
indicaba un acto limpieza de la impureza del objeto cultual, y a la vez, un
acto de consagración que restauraba la pureza y santidad perdida del inmueble.
La necesidad de purificación según Levítico 16:16
Levítico 16:16 establece de forma explícita que la purificación del
tabernáculo, incluso de los enseres y utensilios, era necesaria por las
“impurezas de los hijos de Israel” y por sus rebeliones, conforme a todos sus
pecados. Esta purificación anual se llevaba a cabo el Día de la Expiación, el
día más sagrado en el calendario levítico. El sumo sacerdote se vestía con
ropas santas, ofrecía la sangre de los sacrificios por el pecado por sí mismo y
por el pueblo, tomaba de la sangre del sacrificio para rociarla sobre el
propiciatorio y delante de él.
Este acto no solo buscaba limpiar físicamente el lugar de la
mancha del pecado, sino también subrayar la omnipresente realidad de la
santidad de Dios. Todo lo que estuviera en contacto con el ser humano pecador
estaba sujeto a contaminación, y por tanto, requería de una purificación
exhaustiva. La ley indicaba que la santidad divina demandaba una atención
meticulosa a la pureza, y cada detalle del ritual servía para recalcar cuán
necesario era un sacrificio que proveyera purificación y expiación. El
tabernáculo simbolizaba, por un lado, la cercanía de Dios con su pueblo; pero
por el otro, recordaba que la presencia divina continuara en medio del pueblo
se requería la limpieza causada por la contaminación debida a los pecados del pueblo.
Hebreos 9:22: “Sin derramamiento de sangre no hay
remisión”
El Nuevo Testamento recoge la importancia de la sangre como medio de expiación
y/o purificación, y de manera particular, la epístola a los Hebreos profundiza
en este tema conectándolo directamente con la obra de Cristo. En Hebreos 9:22
se lee la afirmación contundente: “Sin derramamiento de sangre no se efectúa
remisión”. Generalmente entendemos “remisión” como el perdón de los pecados;
sin embargo, el término griego utilizado, aphesis, puede también
traducirse como “purificación”.
Esta traducción alterna de la palabra aphesis cobra
sentido dentro del marco conceptual del libro de Levítico, donde la sangre del
sacrificio hattat tenía por objetivo indirecto el perdón de pecados
involuntarios, siendo su objetivo primario la limpieza y consagración de todo
los enseres que hubiese sido contaminados por el pecado. Por tanto, la
purificación y el perdón van de la mano. Para que hubiese una remoción de la
culpa, primero debía haber una purificación de la contaminación producida por
el pecado que manchaba tanto la conciencia de la persona como los utensilios y
espacios dedicados al culto divino. De esta manera, Hebreos entrelaza la
teología sacrificial del Antiguo Testamento con la culminación de dicha
teología en la persona de Jesucristo.
Aphesis y katharizo: paralelos griegos del hebreo kaphar
La palabra hebrea kaphar, frecuentemente traducida como “expiar”, “cubrir”
y “purificar” aparece en diversas ocasiones en el contexto de los sacrificios
para la remoción del pecado. En la Septuaginta (la traducción griega del
Antiguo Testamento), kaphar a menudo se traduce con términos como aphesis
(remisión, liberación) y katharizo (purificar, limpiar). Este uso
refleja la naturaleza multifacética del concepto de expiación, que incluye la
liberación del pecado y la impureza, así como la restauración a un estado
santo.
Por consiguiente, cuando el autor de Hebreos menciona que
“sin derramamiento de sangre no hay remisión” (Hebreos 9:22), está retomando la
antigua comprensión judía de que la sangre del sacrificio cumple la función de
limpiar lo que el pecado ha manchado. No es simplemente un acto legal para
cambiar el estatus moral del individuo o del objeto; es, más bien, un acto de
purificación integral que restaura los enseres del santuario a su estado de consagración
inicial para permitir la restauración de la comunión con Dios. De ahí que esta
remisión, en el sentido de purificación, aluda a un proceso de purificación y
reconsagración.
El sacrificio hattat y la limpieza de los objetos
cultuales
El sacrificio hattat era esencial en la práctica religiosa de Israel, ya que se
ofrecía cuando una persona pecaba involuntariamente, por lo cual era un tipo de
sacrificio que se podía repetir varias veces al día, pero tenía su momento de máxima
expresión cuando el sumo sacerdote, en su rol de representante del pueblo,
entraba al Lugar Santísimo para purificar el propiciatorio mismo por la nación.
Una particularidad de este sacrificio era su función en la purificación de
elementos inanimados que, a causa de la cercanía al pecador, habían quedado
afectados por la impureza. Los altares de bronce y de oro, así como el
propiciatorio, requerían rociamiento de la sangre del sacrificio para mantener
la pureza y la santidad necesaria para que la adoración con sacrificios posteriores
fueran aceptados, como sacrificios de paz, el holocausto, sacrificios de acción
de gracias, etc.
Este rasgo del sistema levítico subraya la gravedad del
pecado y su capacidad contaminante. No era solo el individuo quien necesitaba
ser reconciliado con Dios, sino también todo el ambiente de culto que lo
rodeaba. El acto de purificar los utensilios y muebles sagrados implicaba que,
en presencia de un Dios santo, ningún rastro de pecado podía permanecer. Cada
rito de rociamiento, de consagración y de santificación buscaba reinstaurar la
armonía original que se rompía cada vez que el pueblo se apartaba de la
voluntad divina.
La purificación como carácter representativo en Hebreos
9:23-24
El autor de Hebreos subraya que el tabernáculo terrenal y sus ritos eran solo
“figuras” o “sombras” de las realidades celestiales. Hebreos 9:23-24 expone
que, así como las copias terrenales debían ser purificadas con sacrificios
animales, las cosas celestiales mismas requerían un sacrificio superior. Dicho
sacrificio superior era el de Cristo, quien no entró a un santuario hecho por
manos humanas, sino al cielo mismo, para presentarse delante de Dios a favor
nuestro.
Esta enseñanza presenta un contraste: por una parte, el
sistema levítico cumplía una función pedagógica y simbólica, mostrando al
pueblo la necesidad y el mecanismo de la purificación; por otra, manifestaba
implícitamente su insuficiencia, pues requería de repetición constante año tras
año. En cambio, la obra de Cristo es una realidad eterna y completa, que no
necesita ser reiterada continuamente. Su sacrificio no solo es graficado por lo
que era terrenal, sino que hace posible una relación de comunión entre la
humanidad redimida y el Dios santo en el verdadero “Lugar Santísimo” celestial.
Cristo como el Sumo Sacerdote perfecto
La figura del sumo sacerdote en el Antiguo Testamento resultaba esencial para
la mediación entre Dios y el hombre. Solo él podía ingresar en el Lugar
Santísimo una vez al año, con la sangre del sacrificio para expiar los pecados
de todo el pueblo. Sin embargo, este oficio sumo sacerdotal terrenal estaba
limitado por la naturaleza humana del sacerdote, quien a su vez era pecador y
debía ofrecer sacrificios por sí mismo.
Hebreos presenta a Cristo como el Sumo Sacerdote perfecto y
eterno, quien no tiene necesidad de purificarse a sí mismo antes de ejercer su
sacerdocio y cuyo ministerio no cesa. Al ofrecer su propia sangre, Cristo llevó
a cabo un sacrificio que no requiere repetición, pues es plenamente eficaz.
Esta diferencia fundamental transforma por completo la experiencia de la
purificación, ya que el creyente no solo es purificado externamente, sino que
su conciencia se limpia y es habilitado para adorar a Dios en espíritu y en
verdad. Mientras los altares y utensilios del sistema levítico se contaminaban
con el uso y necesitaban purificación continua, la obra de Cristo se describe
como definitiva e inmutable.
El paso del tabernáculo terrenal al celestial
Hebreos 9:24 enfatiza que Cristo “no entró en el santuario hecho de mano,
figura del verdadero, sino en el cielo mismo”. Aquí se vislumbra el corazón del
mensaje de la epístola: el tabernáculo terrenal era un modelo imperfecto de la
morada celestial. El autor sagrado emplea la palabra “figura” (gr. antitypon),
refiriéndose a cómo el tabernáculo y sus ritos señalaban una realidad mayor: la
presencia de Dios en un ámbito eterno y perfecto.
En el tabernáculo terrenal, con sus ritos anuales de
expiación, se ilustraba la manera en que Dios quiere relacionarse con el
hombre. Sin embargo, dicha relación quedaba supeditada a la capacidad humana de
obedecer y a la necesidad repetida de sacrificios. Contrariamente, cuando
Cristo aparece como nuestro mediador en el santuario celestial, su sacrificio
trasciende todo límite humano. Él mismo, sin pecado, se ofrece de una vez y
para siempre, logrando no solo el perdón de nuestras faltas, sino también la purificación
absoluta ante Dios. Así, Hebreos muestra la culminación del simbolismo levítico
en la experiencia redentora de Cristo.
“Sin sangre no hay remisión”: purificación y consagración
La frase “sin derramamiento de sangre no hay remisión” resalta la absoluta
necesidad de la sangre para la purificación. Tal como se establecía en la Ley,
el pecado ensuciaba el lugar de encuentro entre Dios y su pueblo. La sangre del
sacrificio hattat´t actuaba como el medio de purificación de todo lo que el
pecado contaminaba.
Por ello, no había espacio para otro medio de restauración
que no fuera la sangre. El autor de Hebreos aplica este principio a la obra de
Cristo, explicando que, así como los objetos del culto eran purificados con la
sangre del sacrificio hattat, de la misma manera, la obra de Cristo logra una
purificación y consagración definitiva. Sus efectos no solo son visibles en la
tierra, sino que abarcan la dimensión celestial, transformando la relación del
hombre con Dios. La sangre de Cristo, al ser infinitamente superior a la de los
animales, sella un nuevo pacto en el que la purificación está garantizada de
manera plena y eterna en los cielos.
La plenitud del principio en la obra de Cristo
Toda la estructura levítica tenía como fin último conducir al entendimiento de
la venida del Mesías y de su sacrificio. Las repetidas ofrendas por el pecado,
los rituales de purificación, las minuciosas instrucciones sobre la
consagración del tabernáculo y sus utensilios funcionaban como un preludio
pedagógico para el Evangelio. En este sentido, el principio de que “sin sangre
no hay remisión” encuentra su máxima realización cuando Cristo entra en los
cielos por su propia sangre.
Mientras que en el sistema antiguo la purificación se
obtenía mediante la sangre de animales, los beneficios del Nuevo Pacto son
recibidos por la sangre del Hijo de Dios. Esta revelación constituye la base de
la superioridad del sacerdocio de Cristo, quien no necesita suplir su propia
falta ni repetirse anualmente, o tener nuevas entradas; su sacrificio es
perfecto, definitivo y suficiente. Además, Cristo no solo limpia de manera
externa, sino que transforma internamente a quienes se acercan por fe a Él. El
resultado es un estado permanente de reconciliación con Dios y una conciencia
limpia para acercarnos confiadamente al trono de la gracia.
El simbolismo del altar de bronce
El altar de bronce, descrito en Éxodo 27:1-8, constituía el lugar donde el
pueblo ofrecía sacrificios de animales, en particular para purificación del propio
altar de la contaminación producida por los pecados involuntarios, y que esa
manera hacia posible la presentación de otras ofrendas como el holocausto,
sacrificios de paz, de acción de gracia, etc. Era un lugar que representaba el
reconocimiento de la culpa y el pecado, así como el lugar donde el hombre se
enoctraba con la misericordia y la rectitud de Dios que hacía posible el perdón.
En la teología neotestamentaria, Cristo ocupa el papel tanto
de sumo sacerdote como de ofrenda. Efesios 5:2 declara que Él “se entregó a sí
mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante”. De manera
que el altar de bronce se convierte en una prefiguración de Cristo mismo. Así
como el altar estaba situado a la entrada del atrio, simbolizando la primera
etapa para acercarse a la presencia de Dios, Cristo es el medio de acceso
mediante el cual podemos ser reconciliados con el Padre. Sin la sangre
derramada de Cristo, no hay manera de purificar los bienes celestiales y nuestras
conciencias o limpiarnos de nuestro pecado que impide el contacto directo con
la santidad divina.
El propiciatorio como lugar de encuentro y expiación
El propiciatorio, ubicado sobre el Arca del Pacto, era considerado el lugar más
santo dentro del tabernáculo. Durante el Día de la Expiación, el sumo sacerdote
debía rociar la sangre del sacrificio sobre este lugar para purificarlo debido
a la contaminación producida por el pecado, haciendo posible así la
reconciliación del pueblo con Dios. La presencia divina se asociaba con el
propiciatorio, por lo que era el epicentro del acto de expiación y purificación
anual.
En el Nuevo Testamento, Hebreos identifica a Cristo con ese
verdadero propiciatorio, la “silla de la misericordia” donde se produce la
reconciliación plena y definitiva. Cristo, al presentarse por su propia sangre
en la presencia celestial de Dios, cumplió de una vez y para siempre aquello
que el sumo sacerdote terrenal hacía de forma repetitiva. La eficacia de esta
ofrenda es tal que no se limita a un único día de expiación, sino que permea
todo el tiempo y espacio, abriendo el camino para que todos los creyentes
tengan comunión permanente con Dios. De esta manera, lo que antes era un ritual
anual que debía repetirse indefinidamente, se convierte en una realidad eterna
gracias a la mediación de Cristo.
El altar de oro: la perfección de la intercesión en
Cristo
El altar de oro, reservado para la quema de incienso (Éxodo 30:1-10),
simbolizaba las oraciones que ascendían a la presencia de Dios. Cada mañana y
cada tarde, el sacerdote debía quemar incienso aromático, y esa fragancia
representaba la comunión del pueblo con su Creador. El incienso era un
recordatorio constante de que el diálogo con Dios era vital, aunque siempre
mediado por un sacerdote.
En el Nuevo Testamento, Cristo perfecciona esta intercesión.
Él es el mediador entre Dios y los hombres (1 Timoteo 2:5), el único que puede
presentarse con autoridad en la presencia del Padre. Su intercesión es continua
y eficaz, pues Él vive para siempre y es santo, sin mancha. Así como el altar
de oro estaba cerca del Lugar Santísimo, la intercesión de Cristo está
íntimamente ligada a su sacrificio expiatorio. El incienso físico se convierte
en la realidad espiritual de una intercesión permanente, que garantiza el
acceso a la gracia divina para todo aquel que confía en la obra de Cristo. De
nuevo, se vislumbra la transición desde la sombra terrenal al cumplimiento
celestial, donde Cristo cumple y trasciende cada elemento del sistema levítico.
Reflexión final: la santidad de Dios y la obra definitiva
de Cristo
La necesidad de purificar el tabernáculo y sus utensilios en el sistema
levítico pone de relieve la santidad de Dios y la seriedad del pecado. Dado que
toda impureza, por mínima que fuera, estorbaba la comunión con el Señor, era
imprescindible un rito que removiera la contaminación acumulada. Este principio
no solo refleja un detalle litúrgico antiguo, sino que señala la naturaleza
profundamente destructiva del pecado y la imposibilidad de acercarse a Dios sin
purificación.
Hebreos, al retomar esta enseñanza, no solo la contextualiza
en el antiguo culto israelita, sino que la lleva a su culminación en Cristo. El
autor insiste en que, si bien la sangre de animales purificaba simbólicamente
lo terrenal, la sangre de Cristo trasciende esa limitación y asegura la
purificación en el ámbito celestial y en la conciencia del creyente. De esta
forma, la purificación deja de ser un acto temporal para transformarse en un
estado permanente de gracia y reconciliación.
Resulta impactante notar que incluso los objetos inanimados
requerían de la purificación por la sangre sacrificial. Esto revela la
perspectiva bíblica de que el pecado no es un fenómeno meramente individual o
moral, sino que afecta toda la creación. En contraste, la redención en Cristo
extiende sus efectos a todos los ámbitos de la existencia, consagrando de
manera definitiva los bienes celestiales y, por ende, la comunidad de creyentes
que esperan la manifestación plena del reino de Dios.
Aplicaciones prácticas: adoración y consagración hoy
A la luz de la obra de Cristo, la purificación del tabernáculo antiguo se
convierte en un símbolo profundo de la transformación que experimenta el
creyente. Aunque hoy no participamos de un sistema sacrificial de animales ni
rociamos altares físicos con sangre, el principio permanece: la santidad de
Dios exige que nos acerquemos a Él mediante la sangre de Cristo. Sin esta
mediación, no habría esperanza de restauración, pues la mancha del pecado es
incompatible con la santidad divina.
Por otra parte, la obra de Cristo culminada en los cielos
nos invita a vivir en santidad, conscientes de que hemos sido purificados con la
sangre preciosa de Cristo mucho más valiosa que la de los animales. El apóstol
Pedro expresa esta idea cuando escribe que hemos sido rescatados “no con cosas
corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” (1 Pedro
1:18-19). Esta reflexión nos conduce a un doble compromiso: la gratitud hacia
Dios, quien ha provisto el único medio eficaz de reconciliación, y la
disposición a consagrar cada aspecto de nuestra vida a la voluntad divina, tal
como se consagraban los utensilios del tabernáculo.
La transición de la sombra a la realidad en la fe
cristiana
Uno de los aportes más significativos de la Epístola a los Hebreos es mostrar
la transición de la sombra (el sistema levítico) a la realidad final (el
ministerio celestial de Cristo). El tabernáculo terrenal, el propiciatorio, los
altares, el incienso y la misma figura del sumo sacerdote, todos estos
elementos eran provisionales y apuntaban hacia un cumplimiento perfecto. De
hecho, se asemejaban a un “modelo” cuyo objetivo principal era indicar cómo
sería la dinámica de la redención a gran escala, bajo la mediación del Mesías
prometido.
Al reflexionar en la frase “sin derramamiento de sangre no
hay remisión” desde esta perspectiva, se entiende que el rito terrenal, aunque
eficaz dentro de sus propios límites, no podía resolver definitivamente la
brecha entre Dios y el hombre. La consumación llegó con la persona de Cristo,
quien voluntariamente se ofreció y entró al Lugar Santísimo verdadero, al
celestial. Allí, en la misma presencia de Dios, efectuó la purificación
definitiva y eterna por el poder de una vida indestructible. Esta realidad no
solo cumple, sino que supera todo lo que el Antiguo Testamento anticipaba,
otorgando a los creyentes un acceso sin precedentes a la intimidad con el
Padre.
Conclusión: la grandeza del sacrificio de Cristo y la
invitación a la santidad
En conclusión, el análisis de Hebreos 9:22 dentro de la perspectiva del sistema
levítico nos muestra que el tabernáculo era más que un simple centro de culto.
Era un testimonio del encuentro entre la santidad de Dios y la pecaminosidad
humana, y por ende, un recordatorio constante de que la purificación era
indispensable para mantener limpios los lugares de encuentro entre el hombre y
Dios. La sangre de los sacrificios hattat limpiaba y consagraba los utensilios
y espacios del culto, demostrando así que la contaminación causada por el
pecado debía ser limpiada ya que afectaba no solo al individuo, sino todo lo
que le rodeaba.
Al mismo tiempo, este rito prefiguraba la obra perfecta de
Cristo, quien, por su propia sangre, purificó no solo los bienes terrenales,
sino también los celestiales. La palabra aphesis, que acepta ser traducida
como “remisión” o “purificación”, resalta la dimensión abarcadora del
sacrificio de Cristo, que logra una liberación y santificación genuinas. Él,
como el Sumo Sacerdote perfecto, ministra ahora en el santuario celestial,
presentando de manera continua el valor de su sacrificio ante Dios.
Este hecho no solo es una verdad teológica abstracta, sino
que tiene implicaciones profundas para la vida del creyente. Si el tabernáculo
y sus utensilios, simples objetos inertes, requerían purificación, cuánto más
nosotros, que hemos sido creados a imagen de Dios, necesitamos ser limpiados de
toda contaminación de carne y espíritu para servir con gratitud y reverencia.
De ahí que la epístola a los Hebreos, al mostrarnos la realidad superior de
Cristo, nos invite a acercarnos con confianza al trono de la gracia, sabiendo
que su sangre habla mejor que la de Abel y nos consagra para una relación
íntima y permanente con Dios.
En definitiva, Hebreos 9:22 sintetiza el corazón de la
teología sacrificial bíblica: Cristo por el poder de una vida indestructible
entró al Lugar santísimo verdadero para llevar a cabo la purificación de los
bienes celestiales y nuestras conciencias de obras muertas. La entrada a dicho
Lugar santísimo por Su sangre resultó en nuestro perdón y en nuestra
purificación. Con dicha entrada de Cristo, tenemos un acceso superior a la
presencia divina y el privilegio de disfrutar de una comunión inquebrantable
con nuestro Creador. Esto no solo nos impulsa a adorar con mayor devoción, sino
a vivir en coherencia con la santidad que Dios demanda, sabiendo que hemos sido
purificados y consagrados por la sangre preciosa del Hijo eterno en el Lugar
Santísimo celestial. De este modo, el antiguo sistema levítico, con sus
complejos rituales y restricciones, encuentra su realización más excelsa en la
sencillez y la majestad del Evangelio de Cristo, por cuya sangre nos abrió las
puertas a la purificación y a la remisión verdaderas.
Comentarios
Publicar un comentario